En los tiempos que corren, la ansiedad se ha convertido en una constante en nuestra vidas. Y es que la pandemia del coronavirus está generando ingentes dosis de esta emoción fundamental: experimentamos ansiedad por los contagios, la salud, la economía, la educación de los hijos… Por el qué pasará, en definitiva.
La ansiedad, a la que le he dedicado un libro (Niños, adolescentes y ansiedad — ed. Plataforma) está vinculada a la incertidumbre. A diferencia del miedo, que tiene una razón concreta, la ansiedad es abstracta. Sería “la película” que cada uno se imagina después del susto inicial. ¿Un ejemplo? La visión de una serpiente. Tras el sobresalto la ansiedad aparece en forma de una ristra de preguntas como: ¿Será venenosa? ¿Qué me pasará si me pica? ¿Llegaré a tiempo al hospital? ¿Si muero, qué será de mi familia? Cosas que ni han pasado ni, probablemente, pasarán, pero que ya crean malestar.
La ansiedad, en general, tiene mala fama. Se ve «siempre negativa», parafraseando a Louis Van Gaal. Es también una emoción cada vez menos tolerada: las benzodiacepinas —los fármacos para tratarla—, se cuentan entre los medicamentos más consumidos del mundo.
Sin embargo, la ansiedad no siempre es mala. Tiene un aspecto positivo. En su justa medida es buena y necesaria. Sigmund Freud, el primero en estudiarla, ya distinguió sus dos caras: la ansiedad neurótica, que nos hace la vida imposible y la ansiedad realista, la que nos sirve como aliada.
Sin esta ansiedad realista perderíamos todos los trenes y aviones de nuestras vidas y suspenderíamos todos los exámenes. Tampoco nos levantaríamos para ir al trabajo. Sin la ansiedad realista no miraríamos a cada lado antes de cruzar la calle ni apretaríamos el paso en un callejón oscuro, por si las moscas. Sin unas ciertas dosis de ansiedad, en definitiva, no hubiéramos sobrevivido como especie. Ni tampoco se hubieran realizado algunos de los hitos que nos han hecho evolucionar como tal. Porque para llegar a la Luna, fabricar una vacuna o organizar unas Olimpiadas son necesarias buenas dosis de ansiedad.
En el mundo del deporte la ansiedad es una constante. En sus dos caras. Por un lado, se manifiesta en forma de esa anticipación, esos “nervios” antes de pisar el campo o la pista. La ansiedad aliada es útil para movilizar nuestros recursos, para traer todo a la parte delantera de nuestra mente y concentrarse. Esta ansiedad, que genera la adrenalina justa, sirve como acicate para ganar un partido. La perspectiva de competir despierta la ansiedad y saber utilizarla bien es parte del juego.
El problema llega cuando esa ansiedad que te ha ayudado a llegar hasta allí… se queda contigo. Cuando (como le pasó a Rafael Nadal en 2015), durante un partido se convierte en esa “sensación rara”, ese “agobio interior” que no te deja, “controlar los tiempos ni del punto ni de la pelota” e incluso, no te deja controlar la respiración. Es entonces cuando la aliada se convierte en una enemiga que arrasa con todo, llevándote al bloqueo e, incluso, al ataque de pánico, que es el máximo exponente de la ansiedad.
¿Recuerdan el virulento ataque que sufrió Ronaldo, el jugador de la selección brasileña, horas antes de la final del Mundial 98, en París? Su compañero de cuarto, Roberto Carlos, creyó que el jugador se moría. Y aunque salió al campo, unas horas después, la sensación de pánico era tan generalizada que los brasileños perdieron 3-0. Hoy se considera que Ronaldo sufrió un ataque de ansiedad.
Afortunadamente, la cuestión de la salud mental está saliendo del armario, tanto en el mundo del deporte como en la vida cotidiana. Y cada vez hay más recursos terapéuticos para gestionar la ansiedad patológica: de ejercicios de respiración a terapias cognitivo-conductuales que empujan a afrontarla y superarla. De una dieta saludable a una buena higiene del sueño, ambos fundamentales para prevenirla. Sin olvidar los abrazos, escasos en tiempos de coronavirus pero también esenciales para lidiar con esta emoción tan compleja como fundamental.
Eva Millet es periodista y escritora especializada en Educación